Para los políticos la ciudadanía es muy incómoda. No puede admitirlo en público, por supuesto, ni es popular, ni estético ni ético, pero lo piensan. Lo hacen en clave global porque es mucho más sencillo hacer lo que hacen, gobernar PARA los ciudadanos pero SIN los ciudadanos, y por eso sus discursos siempre exaltan la sabiduría del pueblo, su importancia en el sistema, y nos repiten mil veces lo imprescindibles que somos y lo mucho que nos escuchan. Una forma como otra cualquiera de zalamería interesada y peloteo estratégico.
En los pueblos y ciudades los políticos incluso dicen que sus despachos están abiertos siempre, que su contacto con sus ciudadanos es constante y fluido y conocen perfectamente lo que piensan. Incluso algunos se permiten afirmar que es el sentir popular el que dirige su acción de gobierno. Pero a casi todos ellos les repele la participación ciudadana.
Sí, porque quienes acuden a visitarlos, que los hay, suelen acudir, en la mayoría de casos, a título personal, para resolver pequeños problemas casi domésticos, y eso, por mucho que quieran considerarlo participación ciudadana no lo es. Y sucede que gobernar atendiendo a las inquietudes ciudadanas, sondear de verdad el sentir de sus habitantes, proponer y someter al escrutinio de grupos de ciudadanos aspectos importantes de la política municipal les es incómodo porque se ven obligados a posicionarse, justificar las razones a favor o en contra, en definitiva... ¡sentirse obligados a dar explicaciones!
Por eso, ciertamente, prefieren decidir creyendo lo que piensan los ciudadanos que estableciendo formas de conocer, de ferdad, lo que piensan, y para aislarse, para protegerse, incluso dificultan otras formas de comunicación real y hasta defienden que los votos les han otorgado la confianza para gobernar y sólo cada cuatro años nuevas votaciones confirmarán si han gestionado bien o mal. Osea, se agarran a esa especie de carta blanca por la que los ciudadanos parece ser que renunciamos a opinar y participar hasta el momento de introducir de nuevo la papeleta electoral, y ya sabemos que los anteriores gobernantes pensaban y actuaban como si fuera así y que Leo defendió en un pleno hace un año, cuando los presupuestos, que debía ser así estando en la oposición.
Siempre lo he dicho, y lo mantengo, sigue funcionando ese "para el pueblo pero sin el pueblo" decimonónico que popularizó el Despotismo Ilustrado. Hemos cambiado la escenografía sustituyendo monarquías absolutistas por repúblicas y monarquías parlamentarias, hemos permitido que sean los ciudadanos con sus votos quienes elijan los cromos políticos y hasta le hemos dado un toque contemporáneo llenando de libertades lo que en aquel tiempo era la falta de ellas, pero la manera básica se mantiene, "para el pueblo pero sin el pueblo", arrinconando la verdadera participación ciudadana, esquivando la opción de crear cauces de participación no exclusivamente en las urnas y dejando que los ciudadanos sólo sean sujetos pasivos de las políticas de unos partidos que han abducido la democracia.
La ciudadanía incomoda, molesta, irrita a los políticos. No pueden confesarlo abiertamente pero se les nota en sus caras, en sus gestos y en sus decisiones.
En los pueblos y ciudades los políticos incluso dicen que sus despachos están abiertos siempre, que su contacto con sus ciudadanos es constante y fluido y conocen perfectamente lo que piensan. Incluso algunos se permiten afirmar que es el sentir popular el que dirige su acción de gobierno. Pero a casi todos ellos les repele la participación ciudadana.
Sí, porque quienes acuden a visitarlos, que los hay, suelen acudir, en la mayoría de casos, a título personal, para resolver pequeños problemas casi domésticos, y eso, por mucho que quieran considerarlo participación ciudadana no lo es. Y sucede que gobernar atendiendo a las inquietudes ciudadanas, sondear de verdad el sentir de sus habitantes, proponer y someter al escrutinio de grupos de ciudadanos aspectos importantes de la política municipal les es incómodo porque se ven obligados a posicionarse, justificar las razones a favor o en contra, en definitiva... ¡sentirse obligados a dar explicaciones!
Por eso, ciertamente, prefieren decidir creyendo lo que piensan los ciudadanos que estableciendo formas de conocer, de ferdad, lo que piensan, y para aislarse, para protegerse, incluso dificultan otras formas de comunicación real y hasta defienden que los votos les han otorgado la confianza para gobernar y sólo cada cuatro años nuevas votaciones confirmarán si han gestionado bien o mal. Osea, se agarran a esa especie de carta blanca por la que los ciudadanos parece ser que renunciamos a opinar y participar hasta el momento de introducir de nuevo la papeleta electoral, y ya sabemos que los anteriores gobernantes pensaban y actuaban como si fuera así y que Leo defendió en un pleno hace un año, cuando los presupuestos, que debía ser así estando en la oposición.
Siempre lo he dicho, y lo mantengo, sigue funcionando ese "para el pueblo pero sin el pueblo" decimonónico que popularizó el Despotismo Ilustrado. Hemos cambiado la escenografía sustituyendo monarquías absolutistas por repúblicas y monarquías parlamentarias, hemos permitido que sean los ciudadanos con sus votos quienes elijan los cromos políticos y hasta le hemos dado un toque contemporáneo llenando de libertades lo que en aquel tiempo era la falta de ellas, pero la manera básica se mantiene, "para el pueblo pero sin el pueblo", arrinconando la verdadera participación ciudadana, esquivando la opción de crear cauces de participación no exclusivamente en las urnas y dejando que los ciudadanos sólo sean sujetos pasivos de las políticas de unos partidos que han abducido la democracia.
La ciudadanía incomoda, molesta, irrita a los políticos. No pueden confesarlo abiertamente pero se les nota en sus caras, en sus gestos y en sus decisiones.
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