Cada generación vive sus cambios, algunos desde luego en mayor número y de una envergadura más considerable, y a veces es sorprendente entender lo fácilmente que vamos asumiendo todo ese cambio que experimentan las cosas que vamos viviendo.
Yo recuerdo vagamente la existencia de esta centralita telefónica, aunque al ver la foto enseguida se me ha ido la memoria a esa calle Monescillo. Pero recuerdo mejor el único teléfono que había en mi calle, en casa de Dionisio el del taller mecánico, con un número de solo tres cifras y que el propio Dionisio y su mujer, Manola, tenían a disposición de los vecinos cuando se hacía necesario hacer una gestión o estar localizado. Junto a su hijo Juan Carlos, mi amigo Toni y yo corríamos como recaderos a avisar a quienes buscaban a través de una llamada a ese número y, de vez en cuando, hacíamos alguna trastada con aquel aparato negro que era todo un privilegio, nada que ver con los actuales móviles pequeños, de atractivo diseño y múltiples aplicaciones siempre a mano.
Pero hay muchas cosas que han cambiado. Yo recuerdo que aún no había agua corriente y había que ir a las fuentes con cántaros y garrafas, haciendo largas colas hasta proveer de agua para casa. Yo me he lavado en aljofainas y bañado en calderetas de chapa con el agua calentada al fuego, cuando luego te miraban a ver si tenías lombrices, y veía a mi madre lavar la ropa sobre tabla y fregar de rodillas estrujando la bayeta. Dormíamos bajo una pila de cobertores sobre colchones de lana que cada año se lavaban y saneaban, y aunque en mi casa ya había taza de vater, que vertía a una fosa séptica, he conocido las tablas con agujero, los periódicos y el inicio de aquellos rollos de papel beige del elefante que ya en sí parecía una gran revolución. Aún las calles de mi barrio eran de tierra y los plomos saltaban al menor atisbo de viento o lluvia y la tele, que llegaría muy pronto, solo era el lujo de algún vecino.
Apenas había coches pero yo he montado en muchos, y en la moto con sidecar de José Luis, el hijo de Dionisio, y aprendí por mi cuenta a montar en bici grande metiendo la pierna por el cuadro en difícil equilibrio. Entonces nos subíamos a los árboles, cazábamos pajarillos con trampas y gatillos, nos metíamos en las minas de los pozos y corríamos a fumar tras la plaza de toros escondiéndonos entre el maíz si alguien podía vernos. O jugábamos en el almacén de materiales que los Díaz de Mera tenían junto a sus casas.
Recuerdo el primer brasero eléctrico, o aquella lavadora que era un pequeño cajón con un aspa en el fondo. Y la azulina, el jabón lagarto, el lilimento del tío del bigote y por muy poco escapé al aceite de ricino. También el primer tocadiscos de pilas o una calculadora que parecía el invento insuperable, aunque para entonces ya empezaban los setenta y yo no era tan pequeño, o la primera polaroid que parecía pura magia, también en esa época.
Y recuerdo llegar al lechero, con sus cántaras y sus medidores, y hervir la leche en aquel cueceleches que había que vigilar para que no se saliera al hervir. Y el carro de la basura, tirado por mulas. Y la guada, poniéndonos a correr al lado para saltar los chorros sin mojarnos. O ir a comprar el vino a granel a la bodega o el petróleo para la estufa.Y recuerdo, por supuesto, la dificultad de mantenernos limpios para salvaguardar esa muda de semana en semana y ese hato de diario que manteníamos de lunes a sábado, salvo el domingo que, ya se sabe, tenía hato propio para ese día y otras especiales ocasiones.
Es verdad, la vida se percibe tan distinta hoy, son tan grandes los cambios experimentados, y sin embargo no recuerdo esa transición sino con sorpresa inicial pero con una naturalidad que no deja de llamarme la atención y que muestra esa capacidad que tenemos las personas para adaptarnos.
Son los mismos ojos, sí, pero son distintas las miradas que nos devuelve cada época de las que hemos vivido y que dejan a las claras todo ese cambio experimentado.
Nota: La foto la ha colgado AV García-Madrid Fernández-Bermejo en el grupo de facebook "Daimiel en el Recuerdo"
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