Vuelvo al problema del absentismo escolar y siempre con la punzante sospecha de que, desde todos lados, no se hace lo suficiente porque no existe un compromiso real para resolverse. Y sí, de todos lados llegan buenos propósitos e intenciones, nadie niega en público el problema y aún menos que se inhiban, pero la realidad sigue siendo la que es, un grandioso problema irresoluto sin trazas de resolverse alguna vez.
Las familias, los centros educativos, las diversas administraciones, son parte de la solución y también del problema, y quizá hay radique la cuestión para entender lo que sucede.
Por un lado es evidente que la responsabilidad primaria es de las familias. La educación es un derecho, sí, pero también una obligación marcada por la ley hasta los dieciséis años. Los recursos, no solo económicos, dedicados a ella suman cientos de miles de millones de euros y el cumplimiento de la ley es un concepto que obliga a todo ciudadano. Los padres deberían saber a qué se exponen cuando la incumplen pero, cómo no, suelen encontrarse la laxitud habitual, ese margen preciso como para que ni se intimiden ni esfuercen y el tiempo transcurra sin ningún tipo de problema y aún más cuando la normativa ofrece todo el crédito a los padres para justificar las ausencias sin necesidad de mediar comprobación independiente, de modo que puedes llamar a casa del alumno para preguntar por las reiteradas faltas y escuchar a los padres decirte que está con un fuerte esquince y a reposo, aunque al salir de clase veas a ese alumno paseando felizmente con la bici. Y pillados, los familiares recurren a que no pueden con ellos.
Tampoco los centros, y lo hago desde la generalización, como en el tema de las familias absentistas, hacen todo lo que pueden. Es fácil recurrir a echar la culpa exclusiva a los padres, insistir en que las medidas tomadas no sirven para nada y solo hacen perder el tiempo, o hasta pensar para los adentros que las clases están mejor sin esos alumnos que habitualmente ni siguen los ritmos de clase ni tienen un buen comportamiento, pero hacia afuera se muestra preocupación, se participa en todo foro o comisión de absentismo, como dando a entender que se hace cuanto se puede. Pero se puede más.
Lo mismo digo de las administraciones. Tienen los instrumentos legales, tienen parte de los medios, pero se sienten desbordados antes de haber agotado las medidas. Eso si, de paso, no termina en un zancadilleo entre ellas que lleva al desánimo y la frustración. Así, por ejemplo, las comisiones locales de absentismo, los propios centros educativos que son también administración, los ayuntamientos que reconocen el problema, son capaces de completar los protocolos de actuación y darse de bruces con las fiscalías de menores que suelen resolver tarde y en contra la mayor parte de esas denuncias de absentismo devaluando el grave problema para convertirlo en la nada.
Todos hacen algo, puede que mucho, pero nada que sea suficiente porque el problema sigue ahí, enquistado, y va más lejos de la simple estadística cuando desde cada centro, cada comisión de absentismo escolar, conocemos los casos concretos y a los chavales y familias implicados. No existe un compromiso global serio, no existe la debida coordinación, no existe idéntico criterio, y con tales mimbres no existe solución eficaz.
El absentismo escolar en España, aunque sea aparentemente marginal, tiene todos los recovecos favorables para verse favorecido pues deja pasar años antes de una posible solución que, cuando llega, a veces, hasta los alumnos implicados ya superaron la edad que les obligaba a dicha escolarización y asistencia.
Me disgusta decirlo, pero este es otro pliegue más de este país de traca que aparenta más que es y que nunca aborda los problemas con seriedad, compromiso y convicción.
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