España tiene un enorme problema con la corrupción. Viene de tan lejos y está tan extendida que hemos aprendido a desconfiar de todo y de todos.
Desconfiamos de los políticos porque no solo no articulan medidas eficaces contra la corrupción sino que parecen ampararla, cómodos en su justificación de que son casos aislados y en que se debe confiar en la justicia. En realidad poco o nada hacen legislativamente, pero no lo han hecho en décadas porque carecen de la convicción para atajar este cáncer principal y se pierden en medias verdades y parches y prefieren blindarse controlando a su favor los órganos reguladores y los nombramientos en la justicia.
Desconfiamos de los jueces puestos por perfil político, de los fiscales lacayos que no ven delito en la financiación ilegal de un partido pero actúan mucho más beligerantemente con otros comportamientos, desconfiamos de los abogados, de los gestores, de los intermediarios, de los comerciales, de los medios de prensa,radio y televisión, de los agricultores y ganaderos, de los médicos y profesores, de los bancos y las empresas, de los sindicatos, de los fontaneros, las peluqueras, los tenderos, de los mecánicos de automóviles, de los militares y de los cuerpos de seguridad del Estado, de los árbitros, los camareros y cocineros, de las agencias de viajes, taxistas y compañías de viajes, de los carniceros y pescaderos, de las empresas energéticas y las estaciones de servicio que dispensan combustible, de las cooperativas, los socios de empresa, de nuestros jefes y empleados, de nuestros vecinos, amigos y familiares.
Desconfiamos porque nos han inoculado la desconfianza, porque nos han engañado demasiadas veces, porque vemos la corrupción en numerosos actos que van desde lo más cercano a las grandes políticas, porque desde hace demasiado tiempo no vemos síntoma alguno que nos permita pensar que algo va a cambiar, porque no se avista regeneración.
Nos ha hecho mucho daño tanta corrupción, demasiado generalizada como para creer que es puntual, aislada, superable.
Cierto es que cada acto corrupto corresponde a quien lo realiza y no a los demás, que se trata de una decisión personal y voluntaria cuya responsabilidad es de cada cual e intrasferible. No vale culpar a los demás de lo que solo nos corresponde a nosotros. Pero también es cierto que cuando el clima es tan favorable a la corrupción porque el sistema ha bajado los niveles de exigencia, se percibe la extensión del problema y solo te devuelven leyes ineficaces, condescendencia, impunidad, se termina favoreciendo esos comportamientos. Y de esto sí hay culpables: quienes legislan, quienes regulan, quienes tienen el deber de control, quienes tienen en su mano la capacidad de ofrecer medidas para que la corrupción se reduzca, se castigue adecuadamente, se persiga con los medios y las energías necesarias y tengan la convicción de ejemplaridad y transparencia.
Pero no, aquí hemos vivido décadas de gobiernos corruptos, gobiernos corruptores y gobiernos que solo han favorecido la extensión del problema, y lo han hecho a escala nacional, autonómica, provincial y hasta local.
Por eso hemos aprendido a desconfiar de todo y de todos, incluso de los muchos que no se merecen que sea así porque tratan de ser honestos desde cada una de sus actividades. Pero es que nos han dado tantos motivos para la desconfianza que no es extraño que ya cuatro de cada cinco españoles, según el CIS, crean que España es un país enormemente corrupto y de difícil regeneración. Y quizá esto sea lo peor de todo.
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