Después di el salto a otras lecturas, descubrí la poesía pero también el teatro de aquellas colecciones de mi padre que aún guardo en casa, y que él había coleccionado décadas antes. Y descubrí a Baroja, Unamuno, Azorín, y a Steinbeck o Dos Passos, y de pronto tener la sensación de poder y querer leer cualquier libro, leidos por centenares, como si me fuera a faltar tiempo para leerlos todos.
Con dieciocho años ya había leido casi todos los títulos emblemáticos de la literatura universal, pero además hacía acopio de ellos, compraba como si estuviera dando cuerpo a un gran tesoro, completando estanterías que llenaban ya entonces las paredes de mi habitación, como si así blindara el disfrute que me habían regalado.
Luego empecé a leer menos, bastante menos, diez o doce libros al año, muchos menos de los que seguía comprando con la esperanza de dedicarles tiempo alguna vez. Leía menos pero disfrutaba igual, acariciando ese papel que, creía, sería irremplazable, con ese doblar el pico de la hoja para marcar hasta donde llegaba la lectura de cada día.
Pensé, como digo, que nunca caería en la tentación del e-book pero aquí estoy, leyendo mi segundo libro de la saga del detective, falso detective, Myron Bolitar, el personaje de Harlan Coben que descubrí hace poco, en ese gusto por la novela negra que cultivo desde hace unos años, con la facilidad de apretar un botón en vez de doblar esa esquina de la página, como si hubiera estado leyendo en ese dispositivo toda la vida y sin sentir remordimiento alguno del esquirol pasado al bando tecnológico. Puede que porque alterno la lectura con otros en papel, que siempre acostumbré a leer dos o tres libros simultaneamente, una de esas manías como otra cualquiera. Un invento, la verdad, esto del e-book, y os dejo que voy a seguir leyendo.
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