Este entorno de San Pedro forma parte de mis primeros recuerdos de infancia, seguramente porque allí estaba la casa de mi abuela Cruces, la madre de mi padre, a la que acudía cada semana. Es esa casa blanca, la tercera por la izquierda, donde comenzaba a estrecharse la calle Amargura.
Me gustaba aquella casa porque era arquetípica de las viviendas de entonces, donde en la planta baja había un patio central, con una galería abierta llena de puertas que daban a habitaciones, ya entonces desocupadas o convertidas en almacén de materiales de ferretería y cristalería. Años antes, sin embargo estuvo el estudio fotográfico de Uclés, todo un artista que dejó su obra en muchas casas de la localidad. Además tenía un patio donde destacaba una hermosa hiedra que trepaba tapizando dos de sus tres paredes encaladas y el habitual pozo para aprovechar la somera agua bajo nuestros pies.
Arriba, sin embargo, era donde se vivía. En torno a una galería cerrada y acristalada, un corredor que hacía las delicias de un niño como yo, se distribuían cocina, sala de estar y dormitorios, especialmente reservados aquellos que daban a la calle y que cobraban vida al paso de las procesiones que bajo los balcones pasaban. Por cierto, ya lo conté otra vez, siendo yo pequeño, tanto que no lo recuerdo pero que recurrentemente me han contado hasta el punto de casi verme haciéndolo, durante una procesión di en ponerme a orinar desde un balcón, con el consiguiente disgusto de mis padres y abuela, el asombro de mis hermanos y, supongo, el cabreo indisimulado de quienes sufrieran aquel pequeño manantial. No sé si fue la única vez que ha pasado algo así en el pueblo pero creo que debí convertirme en el "manneken pis" daimieleño a costa de mi ocurrencia.
La casa también tenía camarón, y subí pocas veces porque mis hermanos contaban que les daba miedo porque, a veces, al subir, veían una candelilla encenderse misteriosamente, como si por allí pululara no se sabe qué alma en pena. Quizá eludía, por ello, aquella escalerilla estrecha, pero desde luego disfrutaba de muchos otros escondites en casa tan grande como para que el juego resultara divertido.
También recuerdo, claro, la presencia del botijo junto a la entrada y sobre todo el placer de escuchar llamar a la puerta de la calle para correr a abrir tirando de aquella cuerda desde el piso de arriba que terminaba por accionar el pestillo y dejar paso franco a quienes vinieran.
Es curioso, durante muchos años estuvo allí el Monumento a los Caídos, pero entonces no tenía yo, a mi corta edad, demasiada idea de qué representaba aquella cruz con su pequeño altar. Aunque eso sí, era como si siempre hubiera estado ahí, incluso mucho antes que aquella fuente de agua que proveía a los vecinos antes de que las viviendas pudieran tener agua corriente.
No sé, ver esta foto en "Daimiel en el recuerdo", al parecer una postal de Daimiel de aquella época, colgada por Gaspar Fisac Rodríguez, me ha hecho recordar aquel tiempo y aquella casa. El tiempo se fue, claro, y la casa terminó siendo pasto del nuevo urbanismo daimieleño, pero la memoria, es lo que tiene, guarda sus propias estampas de lo que una vez fue vivido, y así lo rescato.
Nota: la postal debe ser de los años cincuenta. Mi vida y recuerdos arrancan al principio de los sesenta. Pero casi nada cambió entre aquellos años.
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