Me pongo ante el espejo, así, recién salido de la ducha y con apenas una toalla a la cintura, y me observo. ¿Qué hay de mí mismo y qué de la herencia recibida? Escruto mis facciones, mi estructura corporal, mis orejas, y creo adivinar en ellas parte de esa genética heredada. Me atuso el pelo, aún oscuro y fuerte, una buena mata de pelo que afirma esa condición genética recibida. Miro mis manos y ahí aparecen manchas de edad, huellas de vida que me alejan de heredades familiares y me acercan a mi propio ser. Y esa tripa algo prominente también es adquirida, poco achacable a mis ancestros ni a mis padres.
¿Qué debo a quién? Puede que en lo físico sea más fácil atribuir rasgos familiares, vislumbrar elementos reconocibles en mis padres y familiares, incluso gestos. ¿Y en lo demás? La inteligencia, más bien la capacidad intelectual, viene de serie, pero a partir de ahí todo nos hace, todos nos influyen, y nuestro carácter, nuestra forma de ser, de desenvolvernos, va sumando herencias múltiples de difícil escrutinio. Somos lo que somos a partir de un condicionante físico, intelectual, social, educativo y hasta del fruto del azar en ocasiones donde ya sirve de poco atribuciones de responsabilidad. Porque nací sano, fui espabilado pero tímido, crecí protegido y querido, tuve amigos y espacios abiertos para transformarlos en nuestra realidad particular. Recuerdo los nombres de mis vecinos, de mis amigos, de mis profesores y compañeros de clase porque fueron importantes y dejaron huella en mí. Tengo a mi familia y supongo que he dejado impronta de mí en otros aunque acaso la mayoría lo ignore como me ocurre a mí con los cientos de trazas que han esculpido mi manera de entender la vida. Nada que no les haya pasado a muchos otros pero que nos construye distintos.
A estas alturas sé que la primera herencia recibida, la genética, condicionó el resto, que no sería igual de haber nacido bajito, mujer, ciego, guapo, gordo, rubio, bizco, débil, negro. Pero a partir de ello todo lo demás termina siendo el fruto de vivir, relacionarse, aprender, probar, descubrir, trabajar, equivocarse, y resulta absurdo obcecarse en culpar de todo a aquella herencia recibida que, entre otras cosas, no puede ser modificada.
Entiendo que en la política local uno mire la herencia recibida, que descubra en ella los condicionantes que influirán decisivamente en muchas de las cosas que se harán después, que pueda lamentarse de no haber tenido otra situación. Pero eso ya es inamovible, y existen otras herencias, las que no solo ahondan en lo negativo sino que saca partido de la condición que encuentra, y trata de superarse, y busca ayuda. Daimiel no es solo el fruto de veinte años socialistas ni de una deuda excesiva, Daimiel es la herencia de su historia, de su gente, de su día a día, de lo que funciona y de lo que se ha de hacer funcionar, y no cabe dedicar más del tiempo imprescindible a lamentarse porque eso no deja de ser una rémora, aunque nunca olvidemos el motivo que nos condiciona.
Me miro al espejo en un ejercicio más escrutador que narcisista y, con excepciones, no me disgusta lo que veo, el fruto de cincuenta y un años de múltiples herencias en las casi no reparo porque ya no puedo volver atrás y modificarlo. Estoy bien, algo fondón, lúcido, soy feliz, y espero de la vida todavía mucho y bueno aunque no lo hago sentado y lamentándome sino acogiendo cada día como una estupenda noticia.
¿Qué hay de mí mismo o de la herencia recibida? Da igual, sobre todo hay futuro y hacia ahí conviene mirar.
*