Vuelvo la vista atrás y veo que a los ocho años el mundo era perfecto, al menos mi mundo. Eso sí, un mundo pequeño, manejable, sencillo, ideal para alguien de esa edad. Un mundo reducido a mi barrio y el colegio, un espacio abierto, singular, donde sentirse importante, feliz, protegido pero abierto a la aventura.
Creo que para muchos niños de ocho años el mundo es casi perfecto. En una edad donde ya te sientes autónomo, donde las relaciones se expanden y se conquistan, donde cada uno va encontrando su lugar en el mundo sin ser aún consciente de todas las dificultades, contrariedades y obstáculos que iremos encontrando más tarde.
Pero entonces nosotros, a diferencia de muchos niños de ocho años, teníamos las calles como espacio de nuestros juegos, calles de tierra y barro que lo mismo era un campo de fútbol que un lugar de juegos, donde los árboles estaban allí para ser trepados y servir de escondrijo, donde las huertas y los campos de maíz eran una extensión de ese espacio inexplorado que debíamos descubrir, donde las acequias eran ríos o piscinas, las minas de los pozos entradas al interior de la tierra, donde la excavación para el alcantarillado era un desfiladero o un lugar de escalada, donde todo tenía un sentido que no era otro que el de aprender y divertirnos.
A los ocho años mi vecino y amigo Juan Carlos voló y el cine era invertir las bicicletas para mover los pedales con las manos y hacer que los faros iluminasen a las parejas que se acaramelaban en los bancos delante de la Cooperativa. A los ocho años nos dábamos besos con las vecinas a través de la reja, jugábamos a médicos y teñimos de azul al hijo del juez vertiendo azulete en el barreño donde decidió sumergirse vestido y todo. A los ocho años todos mostrábamos ya orgullosos alguna "escalabradura" fruto de esos "apedreos" inconscientes que celebrábamos de forma festiva o realizábamos exploraciones por el Azuer.
No tengo ni un solo mal recuerdo de mis ocho años en ese mundo perfecto. Ni en el barrio ni en el colegio. Un tiempo quizás fugaz pero delicioso, sensacional, donde todo parecía posible, desde que nos dieran un paseo en una moto con sidecar a perdernos en aquel almacén de material de obra de los Díaz de Mera que podía ser un paraíso laberíntico para soñadores y aventureros como nosotros.
He sido feliz en muchas edades, lo soy ahora, pero me asombra todavía lo maravilloso que puede ser el mundo a los ocho años, cuando todo te hace mirar con esos ojos curiosos, desprejuiciados, ansiosos de vida, y todos tus amigos, tantos, tienen el mismo concepto de devorar la vida que tú.
*