Quizá no hubiera un nombre más denigrante para ese grupo de viviendas de la calle Los Molinos, aunque parte de ellas, las de la espalda, daban a un descampado sin nombre cuando las construyeron. Y no porque ser baratas sea algo vergonzante sino porque el uso que se daba de ese término pretendía resaltar el carácter casi caritativo a los que resultaron sus beneficiarios, de modo que nunca se olvidase. Y la prueba es que en muchos pueblos donde he estado se utilizaba la misma denominación para este tipo de viviendas.
Las de Daimiel, algunas de las cuales aún conservan su fisonomía original, ocuparon lo que entonces era casi extrarradio de la localidad, zona de huertos, corrales, cercados y eras. Pero a su lado creció un grupo de aulas, la conocida escuela Motilla, donde tuve la oportunidad de convivir con mucha gente de aquellas casas, donde incluso vivían dos de mis compañeros y mejores amigos de infancia, y en cuyas casas pasé bastante tiempo, casi convirtiéndose en un segundo barrio para mí.
Y es que, con apenas cinco años, aquel descampado entre las viviendas y la escuela, al principio sin vallado, era nuestro recreo, un lugar de juego que se prolongaba incluso tras terminar las clases, y siendo barrio joven la chiquillería era numerosa y variada y siempre había gente dispuesta para jugar.
Después construyeron muchas viviendas en ese descampado y de nuevo fueron llamadas casas baratas, algo que sé molestaba a algunas de las familias que allí residían, con esa costumbre de segregar a través del nombre. Allí estaban algunos de mis amigos, allí muchos de mis recuerdos, y todavía hoy, que trabajo junto al barrio, lo miro con cariño, cruzo a veces por sus calles y sonrío cuando reconozco, en los portales, algunas de las personas, aún, que vivían allí cuando yo era niño y que son la historia viva y digna de ese lugar.
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