El pasado jueves asistí a la presentación del libro "La gran implosión", del paisano Julián Aguirre Muñoz de Morales. Por cierto, con apenas una veintena de personas y donde eché de menos a mucha de esa gente que respalda movimientos solidarios, oenegés, plataformas sociales, pero al fín y al cabo solo es una apreciación personal. Y me pareció bastante interesante la intervención de Julián, capaz de provocar la reflexión sobre una realidad que se nos ha impuesto a partir de "verdades" que no lo son y la renuncia expresa de los ciudadanos a comprometernos.
No pretendo reventar el libro y por eso no entraré en qué es esa "gran implosión" que aporta el autor, pero sí me quedaré con un concepto que él mismo expuso con determinación, la utopía.
Es curiosa la perversión del lenguaje, cómo nos ha llevado a acotar ese término de forma interesada. Sí Utopía pudo ser concebido como un sistema ideal de gobierno conseguido a partir de una sociedad justa, perfecta, donde todo discurriría armónicamente y sin conflictos, es decir, un ideal al que aspirar, casi de inmediato corrimos a añadirle ese carácter de casi irrealizable, imposible, que implicaba, de inicio, una clara renuncia. De hecho, cuando empleamos ese término, a veces, las más, con carácter despectivo, deseamos incluir ese valor de inalcanzable y otorgarle a quien lo abandera ese sentido de ingenuidad, de fábulación y quimera, una manera sencilla y no ofensiva de descalificación.
Sin embargo, como decía el propio Julián, no queremos ser conscientes de que muchas de las utopías de hace siglos son hoy realidades perfectamente asumidas, que hubo personas que creyendo en cosas que en esos momentos parecían irrealizables o incosquitables marcaron caminos para el cambio, para la transformación, para el progreso, y que terminaron repercutiendo en nuestras vidas, quizá no siempre bien pero sí en la mayoría de las ocasiones. Ignoraron el desprecio, la incredulidad, la displicencia, porque creían en esas ideas, en esos proyectos, en esos cambios, y el tiempo y su capacidad, y las de otros que continuaron esa senda, terminaron dándoles la razón.
Cierto es que la sociedad actual ha quebrantado, nuevamente, la búsqueda de un escenario utópico, han ido ganando los que ponen más interés en la producción de dinero que en la repercusión de este sobre la vida de todos, encontramos grandes fortunas que jamás se gastarán a pesar de dedicarlas a un disfrute vano, cuestionable, mezquino, en tanto nos desentendemos de la situación de una gran parte de la población con dificultades o, directamente, sin acceso a lo más básico. Hemos otorgado el poder, no solo el político, a quienes instrumentan la forma de vivir en función de sus principales intereses, esos que determinan la segregación, el aumento de las diferencias económicas y sociales, que interioriza la miseria como un argumento necesario para la riqueza de unos pocos. En definitiva, han intentado desterrar la utopía para su propio beneficio y nos han vendido una idea de progreso que no es tal, salvo que te sientas a ese lado de sus intereses. Nos han individualizado para someternos, sin necesidad de armas de guerra, solo poníéndonos esa zanahoria envenenada que nos hace sentir bien con la propiedad de bienes.
Pero cabe la utopía, por supuesto, esa vuelta hacia los valores humanísticos, la solidaridad, que no se concibe solo como un trasvase de recursos de países ricos a pobres sino como respeto, colaboración, facilitación de instrumentos necesarios para desarrollar los propios recursos, que son muchos incluso en esas zonas aparentemente degradadas y empobrecidas.
Nos embobamos con esas listas de los más ricos, les envidiamos incluso, pero preferimos ignorar, cosificar, a los millones de pobres, pobres en el más estricto y pronunciado sentido de la pobreza. Vivimos esa cultura exhibicionista, propagada por los medios, de la ostentación, el lujo, los excesos, que marcan la tendencia, y a cambio cambiamos de canal cuando nos muestran realidades más cercanas de las que pensamos que nos cuesta digerir.
Doy por hecho que a estas alturas de la entrada algunos habrán abandonado. No pertenecen a los utópicos, casi seguro que ni a los que quieren cambiar la realidad. Están en su derecho, el adiestramiento siempre da frutos.
Termino con esta viñeta de El Roto que aparecía ayer en su sección de El País. ¡Luchen por la utopía, es lo único que puede salvarnos!: