Sí, lo confieso, vi la primera edición de Gran Hermano. Puede que llevado por la curiosidad de lo novedoso. Pero suficiente no solo para no volver a verlo en ninguna de sus fórmulas sino para dejar de ver Telecinco salvo, en algunos días, Pasapalabra, ese concurso entretenido en el que, sin embargo, dan el bote cuando y a quien quieren porque todo lo que toca Mediaset huele.
Leo en El País que para la última edición VIP, que ya es puro cachondeo calificar a estos especímenes de tales, califican al casting de ser el más estupefaciente de los vistos hasta el momento, aunque lo que ha trascendido es que aparece el Pequeño Nicolás a tres mil euros por día.
Uno puede respetar los gustos del público de la cadena pero no puedo impedir pensar que realmente no están dándoles el producto que piden sino el que, durante décadas, han ido fidelizando a partir de una programación cutre, barriobajera, ordinaria, arrabalera y zafia, y que ha terminado aterrizando en el chonismo de mesa-camilla.
Los gobiernos, también las audiencias, han ido premiando esta logse audiovisual con nuevos canales y una apuesta por la concentración de medios a cambio de no dar mucho la lata, sodomizar mentalmente a la inteligencia y adobar el morbo y el cotilleo para impedir que alguien se atreva a pensar cómo la idiotización campa a sus anchas.
No es que crea que la televisión tenga que ser divulgativa, educativa, didáctica, ni tan siquiera que deba transmitir solo valores positivos, pero entre lo que hace Telecinco y lo que debiera ser aspiración de una televisión comercial hay demasiado espacio, espacio cedido a la precariedad intelectual y moral, que a lo que se ve sale rentable.
Es lo que tenemos, del mamachicheo al chonismo han pasado veinticinco años. Parece mucho aunque no ha dejado de ser lo mismo aunque se le cambie la etiqueta.
Por fortuna cabe poder cambiar de canal. Ya lo hice hace mucho tiempo. No es que las alternativas lleguen a ser mucho mejores pero dónde va a parar.