Hoy caminaba por la Avenida de los Rosales, tras la lluvia de la tarde, cuando me encontré a una familia. Las dos niñas, con las botas de agua, chapoteaban y saltaban sobre los charcos con enorme alegría. Reconociendo al padre como un antiguo alumno mío me detuve para decirles: "¡Eso es la felicidad!" y entonces recordé mi propia felicidad, cuando niño, en ese tiempo en el que la lluvia era una oportunidad y reclamábamos aquellas botas de agua, las "katiuskas", para salir a la calle y convertir los charcos en nuestro campo de juego.
Entonces, con aquel alma de niño sin tanto prejuicio,corríamos y saltábamos sobre cualquier superficie de agua que tuviéramos a nuestro alcance, y lo hacíamos con tanto entusiasmo que nos salpicaba en las piernas y esas gotas, sobre la piel, terminaban por escurrir hacia el interior de las botas humedeciéndonos los pies. Porque, conviene recordar, que en los sesenta y setenta los niños siempre llevábamos las piernas al aire, fuera verano o invierno, porque los pantalones largos eran pantalones de hombre y aunque nuestras madres nos pertrecharan con calcetines altos, abrigos o trencas, chalecos de cuello alto, bufandas, guantes o manoplas y hasta buzos contra el frío, rodillas y muslos quedaban siempre a la intemperie, curtidas como ninguna otra parte de nuestro cuerpo en el crudo invierno. Y no olvidar tampoco que, mientras para nuestros padres las "katiuskas" solo tenían sentido para preservar el calzado diario, para nosotros era el pasaporte para lanzarnos a saltar de charco en charco, de los más someros a los más profundos, sin querer entender que la lluvia sirviera para otra cosa que nuestra propia felicidad.
Llover, era, pues, un regalo, una fiesta, uno más de los juegos de entonces que se adaptaban rápidamente a las circunstancias. Y eran una de esas manifestaciones reconocibles de la felicidad.
Hoy me daban envidia aquellas dos niñas, quizá porque la vida nos va quitando la naturalidad y espontaneidad de hacer lo que nos gustaría hacer y pensamos en que, quienes nos vean, nos tomarán por idiotas si nos encuentran saltando sobre los charcos creados por una lluvia de septiembre, por cualquier lluvia. Lo que me pedía el cuerpo era ponerme a saltar en cualquier charco pero, al final, me rendí a esa sensación de no hacer el ridículo y renuncias a la felicidad pasajera de brincar sobre los charcos salpicando a diestro y siniestro.
¿No me digáis que no habéis experimentado la felicidad que producía saltar sobre los charcos los días de lluvia?
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Arrea y que no!
ResponderEliminarLo has descrito, tal y como era. Con katiuskas y sin ellas. Hasta las cencerretas de agua!
A sabiendas de que mi madre, me echaría la bronca, no perdía ocasión de chapotear los charcos!
Tanto me gustó siempre que a mis hijos les di rienda suelta, cuando tenían ocasión de tal disfrute.Que se nos olvida que fuimos niños y prohibimos alegremente, estos felices momentos, hombre...y es más, pisemos charcos cuando nos apetezca que está muy guay!
Es lo mejor¡, yo, además de comprarle botas de agua a mis hij@s para que los pisen, animo a tod@s l@s niñ@s que veo con botas a que los pisen.
ResponderEliminarYo que ya peino canas y hasta calvas disfruto, no veas cómo, chapoteando por los charcos. Por nada del mundo se me ocurriría prohibírselo a un niño, en tanto que no interfiera en la vida de los demás.
ResponderEliminarSiempre recuerdo la fábula de la camisa del hombre feliz: "EL HOMBRE FELIZ NO TENÍA CAMISA".
De niños a todos nos gusta pisar un charco.
ResponderEliminarDe mayor, cualquiera "pisa los charcos" !!!. ;)