Uno sale del cine queriendo recomendar esta película pero, además, pensando en ella, de modo que una y otra vez intentas saber por qué estos relatos que determinan casi todo aquello que nunca harías porque jamás permitirías que pasaran del umbral del pensamiento terminan siendo motivo para la sonrisa y el disfrute y consiguen que dos horas de metraje se te pasen casi sin darte cuenta.
No reventaré las historias, no sería justo, pero en cada una de ellas se debate un deseo de venganza que no se quiere reprimir y quizá por ello, porque la sociedad y la educación nos han sometido ese deseo primigenio de venganza, afortunadamente, nos regocija, nos satisface ver estos personajes de ficción ejecutando lo que nunca nos permitiremos pero que, en alguna ocasión, sí pudimos contemplar hacer como una de esas veleidades imaginativas que atesora la ira pero la va desarmando lentamente.
Y es que no nos engañemos, gran parte de las ficciones son gratamente acogidas porque nos sitúan ante arquetipos capaces de dejarse desbordar y sucumbir a sus impulsos, y como se mueven en ese terreno ficticio los dejamos estar, casi que nos reconfortan, algo que en el plano real no consentiríamos de forma alguna.
Porque la venganza es un sentimiento muy potente, propicio para desbordar la imaginación, y desde pequeños tratamos de aprender a sujetarla, a enfriar ese impulso condenándolo, tratando de aislarlo para que nunca nos domine, avasallándolo como conducta anormal, execrable, odiosa, que además solo nos traería problemas añadidos. Es así, socialmente, la venganza es despreciada y así, al menos, los ciudadanos cortocircuitamos ese impulso casi irracional.
Creo recordar en mi vida un solo episodio de ira, sin mayor consecuencia, producto de una situación que uno cree tan incomprensible e injustificada que, sin quererlo, desata ese deseo vivo de compensarlo, Era un adolescente y sí recuerdo la rabia y excitación que provocó en mí aquel momento y la sensación clara de que ya apenas controlas lo que quieres hacer a continuación. No pasó nada, nunca estuvo cerca de suceder algo, pero no me gustó sentir que no controlaba del todo el momento y desde entonces siempre he perseguido que nunca me volviera a suceder algo así y por eso me impuse intentar tener siempre un dominio de mis emociones.
Debe ser por eso que en ese ámbito de ficción, como son estos relatos salvajes, uno puede congraciarse con los protagonistas, en algún caso avalar sus conductas y sonreír, sabiendo que la realidad es otra y que la venganza real solo trae dolor, miseria, fracaso y tragedia y que nunca te sentirás de verdad resarcido por dejarte arrastrar a ella.
Vean la película, la recomiendo, en la sala comprobarán lo que dice el afiche, que hoy no es el día de poner la otra mejilla. Al salir, eso sí, vuelvan a la realidad. Ya han tenido 200 minutos para ponerse del lado del salvaje ficticio y de nuevo sabemos que lo que debemos hacer suele ser lo que hacemos, no dejarnos llevar por la irracionalidad.
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