lunes, 11 de julio de 2016

YO LO HICE (Página nº 3746)

Cuando comía albarillos guardaba los huesos y al terminar la siesta, con ellos en el bolsillo, mis amigos y yo nos dedicábamos a pasarlos por la fachada rugosa fronteriza de los Hotelitos con el Paseo del Carmen hasta que en un lado el hueso quedaba tan desgastado que dejaba a la vista la semilla anterior que con un clavo terminábamos por vaciar para convertirlo en un silbato perfecto al que algunos, nunca yo, eran capaces de sacarle más de un sonido distinto. Cientos de silbatos construí con mis manos, con ese afán infantil de repetir una y otra vez aquellas habilidades aprendidas de nuestros hermanos mayores.
 
 
Cuando comía melón recogíamos en un plato las pipas, las lavábamos y extendíamos sobre papeles de periódico, al sol, en el suelo del patio de mi casa. La canícula hacía el resto para que al final de la tarde, en un cucurucho de papel, y con una prudente ración de sal devorásemos aquellas pipas que nos sabían a gloria bendita.
 
Cuando nevaba, mi padre me enseñaba a recoger la nieve más limpia y corríamos a ponerla en vasos sobre los que echábamos el zumo de naranja recién exprimida y aún más deprisa nos entregábamos a la delicia de ir bebiendo/comiendo aquel manjar invernal.
 
Cuando alentaba la primavera trepábamos a los árboles para coger lo que llamábamos "pan y quesillo", que devorábamos más por tradición que por gusto, o aquellas pequeñas flores, parecidas a las chupamieles, que sorbíamos para disfrutar de su dulce néctar.
 
Cuando volvía mi padre del trabajo compraba tortasoles y por las noches jugaba con mis hermanos a hacer montones de pipas ya peladas para ver quién los hacía más grande y terminar pegándote un hartizón de aquellas pipas crudas.

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Sí, yo hice todo esto cuando era niño, como casi todos los niños de pueblo.

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