Hoy hace cinco años justos que se declaró el Estado de Alarma y el balance actual es que somos peores como sociedad. Ni estuvimos a la altura ni lo estaremos en el próximo arreón, y eso a pesar de las múltiples vidas que se salvaron por la lucha incesante de los sanitarios (con lo que pudieron y donde les dejaron actuar) y por esa carrera infinita por lograr unas vacunas que lograran mitigar el impacto de aquella pandemia que nos sonaba casi a guasa por lejana y ajena y que, poco después, convirtieron nuestras vidas en pura incertidumbre.
Recuerdo perfectamente el lunes, 9 de marzo de 2020, cuando estábamos reunidos los miembros del Consejo Escolar Municipal. Una madre mostró una inquietud que a algunas personas presentes consideraron exageradas. El propio médico allí presente trató de calmar los ánimos haciendo un paralelismo con una gripe fuerte y sin ser realmente consciente, como la mayoría entre la que me incluía, de lo que se nos venía encima. Existían alarmas pero también condescendencia, y eso que Italia parecía ser un buen marcador de futuro.
El martes, 10, ya hubo padres que vinieron a decirnos que no traerían a sus hijos al colegio en los siguientes días por precaución, pocos, sí, y la mayoría de origen chino, pero suficiente para disparar alertas. Hasta se difundieron vídeos, entre risas, de alguna de estas familias acaparando alimentos del supermercado para encerrarse en sus viviendas.
El miércoles, 11 fueron bastantes padres más los que avisaron de sus intenciones de no traer al colegio a sus hijos y otros más pidiendo que el colegio pidiese el cierre del centro educativo. Ya ese día el quipo directivo, del que yo formaba parte, se consultó con la Delegación de Educación pero se nos dijo que no había un protocolo establecido para el Covid-19. Yo me alarmé porque el domingo, 6, había estado en un Madrid abarrotado, justo viendo la cabecera de la manifestación del 8M entre otras cosas, y empezaba ese run-run de foco intenso en la capital.
El jueves, 12 de marzo, el ambiente en el colegio ya era de gran alerta porque todo se había disparado, los colegios no tenían margen de maniobra y todo lo más era decirles a los padres que presentaban que sí, que casi era mejor que no viniesen. Para colmo el ínclito Page salió, por la mañana, a dar una declaración institucional negando la petición de los docentes de suspender las clases )petición que se produjo por toda la comunidad autónoma), diciendo aquello de que lo que queríamos los maestros y profesores eran más vacaciones. Solo unas horas después, el Gobierno de castilla-La Mancha, a través de la Consejería de Educación, Cultura y Deporte avisó a los colegios de que al día siguiente, viernes, 12 de marzo, los colegios se cerraban hasta nueva orden y, de ningún modo, se podía permitir acceder a nadie que no fueran los propios docentes. ¡Cómo cambió el cuento!
Por supuesto que ese viernes fue imposible no atender a algunas familias que desconocía la noticia aunque la mayoría ya no se acercó al colegio más allá de intentar recuperar libros y material de cara a que la actividad educativa no se suspendía pero quedaba pendiente de ser organizada en los siguientes días de forma no presencial.
El sábado llegó esa bomba del confinamiento, la que nos ponía claramente en disposición de entender que lo que pasaba era lo más grave que la mayoría habíamos vivido como sociedad. Creció el miedo como las buenas intenciones, la esperanza, el valor hacia los que tenían que seguir en la calle o en los servicios públicos y privados imprescindibles. Os juro que cuando oía lo de que de esta saldríamos mejores no le daba crédito alguno. Sí pensaba en un aprendizaje individual que nos haría valorar las cosas más pero a nivel colectivo mi escepticismo era sólido.
Miro atrás, hago balance y como dije al inicio, a nivel social estamos mucho peor, hemos corrido a olvidar, que es justo lo que no se debe hacer, a postergar a los muertos, a desacreditar la ciencia y la medicina, a incidir en la diferencia y el odio, a confundir con la mentira y la manipulación, a no hacer lo necesario en prevención para cuando nos venga otra y entonces repetiremos errores.
Me da mucha pena porque los muertos se quedan en un número, 121.760 hasta agosto de 2023 según he podido encontrar, y olvidarnos de la pandemia es olvidarnos de ellos y olvidarnos de nosotros mismos, de lo que vivimos y sufrimos, de la fragilidad que nos atenazó.
Así que pasen cinco años, o diez, o cien, no debemos olvidarnos nunca de ese 2020.