viernes, 25 de marzo de 2016

SEMANA SANTA DISTÓPICA VISTA DESDE EL RECUERDO DE NIÑO (Página nº 3551)

Cuando era niño la Semana Santa se llenaba de estrenos, silencios, recogimiento, potajes y escabeches. También de familia, porque año tras año la amplia familia de mi madre y la escasa de mi padre que vivían fuera no fallaban a la cita. Los horarios se alargaban, como chicle, y todo cambiaba de repente, como si nos hubiesen introducido en un mundo distópico, donde desaparecía la música que nos gustaba, los programas que seguíamos, donde estaba prohibido cantar porque, como decía mi abuela Paca, se ha muerto Dios. Sí, acababa la rutina, ya no asomaba la carne en los platos aunque sí los barquillos, las rosquillas y las roscautreras, que escapaban a esa rígida vigilia.

Los días previos eran siempre de afanoso trabajo porque era imprescindible jalbegar las fachadas y eso, vaya, restringía cualquier juego con pelota en la calle, y una limpieza a fondo del interior por mor de quienes pudieran venir a vernos. Y se cocinaba con antelación el pescado en escabeche para que aguantara bien el ritmo de salidas, visitas, funciones religiosas, ruta por los monumentos en las iglesias, procesiones, etc... que, salvo en feria, no tenía igual echando a la gente a recorrer las calles. Y se estrenaba, vaya si se estrenaba, porque cuando yo era chaval estrenar, estrenar, se hacía el Domingo de Ramos y nada aseguraba que hubiera algún estreno más en todo el año, pues fuera de la ropa de quita y pon que daba tregua de una semana a otra y el hato de domingos o festivos no había más allá en los armarios, que tenía más cobertores para dormir que ropa de vestir.

Como digo la radio también mudaba programación y salvo música clásica religiosa y el parte puntual aquel aparato no daba para más. Y aún la tele era peor, desapareciendo todo asomo de programación infantil o lúdica y llenándose de eventos religiosos y películas bíblicas. Y como decía más arriba, ya no quedaba ni el recurso de cantar salvo que te jugaras una severa advertencia amenazado de hacer un pecado gordísimo por ofender a Dios.

Para entonces comencé a participar en la procesión de mi Cofradía, la de los Coloraos, junto a mi padre, siempre por la fila de la izquierda para pasar bajo los balcones de las casas de mis abuelas, una en la Plaza de San Pedro y la otra en Prim, y siempre hacia el final, cerca de la Virgen de la Amargura. Y recuerdo con nitidez esa ceremonia cuidadosa de vestirse de nazareno, repitiendo siempre los mismos pasos, probando por última vez pilas y bombillas del hachón para alumbrar y luego salir con tiempo para antes de procesionar acercarnos a las casas de las abuelas.

Después, el domingo, marchaba la familia, aquellos primos a los que veíamos tan de vez en vez pero a los que disfrutábamos cuanto podíamos estrechando lazos que de otra manera serían mucho más débiles. Y con su marcha el fin de aquel mundo distópico donde todo volvía a su ser, a su rutina e inercia, y la radio, la tele, la calle recobraba su dinámica de música, canciones y juegos hasta el año siguiente.

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